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jueves, 24 de abril de 2008

Love

Conduzco desde los quince, desde que padre me enseñó a manejar su cochamborsa lata de melocotón en almíbar para que pudiera ayudarle a entregar los pedidos. En el fondo, nunca me ha gustado conducir y menos aún callejear Los Ángeles, pero la urgencia del negocio obliga, es lo que hay. Hoy he cogido el coche y, aún no sé por qué, he pasado por delante de aquel mismo castillo que visitaba muchas tardes cuando terminaba con el último encargo, cuando la tarde empezaba a morir señalando la hora cercana de la cena. Eran los últimos sesenta, pero yo no tenía tiempo ni agallas para ser un poco hippy.

Por lo general, aparcaba la furgoneta a una distancia prudencial, procurando ver sin ser visto y consiguiendo casi siempre sólo no ser visto porque ver, rara vez vi algo de lo que ocurría dentro o siquiera en el jardín. Es verdad que en alguna ocasión oí gritos o risas que parecían provenir de los infiernos. Es lo más cerca que anduve nunca de una comuna y las historias que se contaban sobre aquella casa las reproducía yo en mi cabeza probablemente con más fantasía que acierto. Pero de eso, claro, me doy cuenta ahora, me di cuenta hoy.

En el Bido Litos y en otros bares, la mansión era conocida como El Castillo. Love, en aquel momento eran cinco, sólo cinco tipos, tres blancos, dos negros, pero yo sabía que vivían allí muchos más de cinco. Me gustaba que fueran tres guitarristas y de alguna forma extraña entendía que el hecho de que los negros fueran uno más que el blanco tocando la guitarra suponía algún tipo de triunfo racial -un empate con regusto a victoria cuando menos- para los negros y me parecía bien. Padre no entendía lo importante que era que en Love hubiera blancos y negros y que negra fuera la locomotora que tiraba del tren, Arthur Lee, locomotora de energía resentida, voz auténtica de psicodelia, brillo genial, de letras de colores un poco tristes. Era cuartel general, era casa, sala de ensayo, era comuna hippy, una ilusión en un rincón de LA; y yo me fumaba un cigarrillo o dos y viajaba mentalmente por sus cuartos y salones, imaginando que en ellos convivían diez, quince, veinte personas, siempre a cientos de millas del mundo. Imaginaba que Lee quizás se lo estuviera haciendo en un sofá con alguna pelirroja, vieja amiga de Memphis, sin importarle que Johnny Echols cruzara la instancia sorbiendo un destornillador sin prestarles atención. Luego, seguro, se sentarían a improvisar un blues interminable mientras otros jugaban al ajedrez, preparaban algo de comer -un estofado con mucho curry-, compartían drogas, discos, o se quedaban dormidos en posiciones inverosímiles.

Sin embargo no vi nunca nada, jamás supe qué pasaba allá dentro, donde decían, había vivido un tal Bela Lugosi. Volvía conduciendo a casa y casi siempre al llegar me ponía un disco de Love (Forever Changes, pero también Da Capo o un single que tenía de la versión que habían grabado en el 66 de My Little Red Book, de Burt Bacharach -¡eso es un buen cantante! solía decir madre cuando le oía por la radio, aunque madre tampoco es que tuviera mucha idea y si hubiera sabido algo más sobre Bacharach le habría demonizado como al resto. Ahora recuerdo que muchas noches me sentaba a la mesa y me prometía que la próxima vez llamaría a la puerta, seguro de que Arthur Lee me acogería como a uno más. Podría entonces ausentarme de mi vida. Y tarareaba algo así como "And i'm wrapped in my armor/ But my things are material/ And i'm lost in confusions/ 'cause my things are material...".




"Seven and Seven Is", aunque editada como single ya en 1966, es parte del segundo álbum de Love, "Da Capo" (1967). Suena así...

1 comentario:

José Vega dijo...

El teclado da sentido a esa poesía.
Entonces te giras, gente a tu alrededor. Abrazas, te ríes, te pierdes por una calle, un escote verde, guiñas el ojo al rubio y das un trago. Luego los cobardes del baño y las escaleras sinuosas.

Así si, así las cosas tienen sentido.

Me place desvirgar los comentarios.

Y leerte.

Y estar.

Un fuerte abrazo.

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